Triste sobre la azotea del edificio, Paola miraba las formas de las nubes que esta vez se les antojaban ajenas. No había patos, ni niños, ni hombres con sombrero, ni elefantes, ni siquiera la tonta silueta del camello. Las nubes corrían lentas y abajo el mar se rizaba tan solo de cuando en cuando al pasar la barrera de arrecifes donde la semana pasada se pinchó con un erizo. Claro que terminó en la pecera acompañando la estrella de mar, el caracol y el aguamala que atrapó papá, el dragón verde y refunfuñón, que anda quisquilloso últimamente, como diría el abuelo. Por cierto, se ha asomado ya dos veces por la escalera, pero la cara de la niña lo ha hecho desistir en llamarla. Cuando la pequeña princesa está así es mejor dejarla sola un rato. Una vez que se le pase irá sola a la sala, tomará un papel y le escribirá una carta a su papá y nos enteraremos cual es el embrollo que trae en su cabeza.
Mientras, sentada sola sin acercarse al borde del techo, la niña deja correr su pensamiento buscando su, perdida imaginación. Abajo en el banco, bajo la sombrilla de cemento, un anciano también mira el mar, en ocasiones espumoso, y se salpica con el chocar de las olas contra el muro del corto malecón con escaleras a intervalos, para que los bañistas puedan entrar en la pequeña playa.
Paola mira un momento al hombre y enseguida trata de concentrarse nuevamente. Pero algo, tal vez los cuadros de la camisa azul que contrasta con el mar, o la blancura del cabello le hacen volver a observar al anciano. Que en este instante, como si presintiera la mirada de la niña, gira lentamente su cabeza y mira hacia la azotea. Paola cree que si uno mira fijamente a otra persona, esta se da cuenta; y a pesar de la distancia su vista se detiene en los ojos del viejo. Y los siente azules y profundos como la entrada de un castillo protegido por un dragón bueno; donde la princesa, una dulce niña que casualmente se llama como ella, esperaba la llegada del pequeño caballero. Puede ser Joan, montado sobre un unicornio y acompañado del feroz mastín Tito (Paola nunca ha visto un mastín pero lo imagina muy fiero), mientras esa nube, terrible oso, avanza sobre la azotea del castillo donde ha huido, ya que el dragón salió a educar jóvenes caballeros. La princesa recuerda entonces el conjuro que le enseñó la poderosa hechicera Ivet, la maga. Miedo, yo no soy valiente, por eso no te temo. Entonces abre los ojos que había cerrado en el instante de miedo, mira al oso y este se convierte en un conejo saltarín.
Paola decide saborear su triunfo mostrando al anciano lo que ha sido capaz de hacer, pero el hombre ya no está allí. Tan sólo cree vislumbrar, por un momento, los cuadros azules de su camisa que se pierden en la esquina de la siguiente calle.
Bueno no importa le irá a contar a papá que su imaginación se ocultó un rato pero ya apareció.
Mientras, sentada sola sin acercarse al borde del techo, la niña deja correr su pensamiento buscando su, perdida imaginación. Abajo en el banco, bajo la sombrilla de cemento, un anciano también mira el mar, en ocasiones espumoso, y se salpica con el chocar de las olas contra el muro del corto malecón con escaleras a intervalos, para que los bañistas puedan entrar en la pequeña playa.
Paola mira un momento al hombre y enseguida trata de concentrarse nuevamente. Pero algo, tal vez los cuadros de la camisa azul que contrasta con el mar, o la blancura del cabello le hacen volver a observar al anciano. Que en este instante, como si presintiera la mirada de la niña, gira lentamente su cabeza y mira hacia la azotea. Paola cree que si uno mira fijamente a otra persona, esta se da cuenta; y a pesar de la distancia su vista se detiene en los ojos del viejo. Y los siente azules y profundos como la entrada de un castillo protegido por un dragón bueno; donde la princesa, una dulce niña que casualmente se llama como ella, esperaba la llegada del pequeño caballero. Puede ser Joan, montado sobre un unicornio y acompañado del feroz mastín Tito (Paola nunca ha visto un mastín pero lo imagina muy fiero), mientras esa nube, terrible oso, avanza sobre la azotea del castillo donde ha huido, ya que el dragón salió a educar jóvenes caballeros. La princesa recuerda entonces el conjuro que le enseñó la poderosa hechicera Ivet, la maga. Miedo, yo no soy valiente, por eso no te temo. Entonces abre los ojos que había cerrado en el instante de miedo, mira al oso y este se convierte en un conejo saltarín.
Paola decide saborear su triunfo mostrando al anciano lo que ha sido capaz de hacer, pero el hombre ya no está allí. Tan sólo cree vislumbrar, por un momento, los cuadros azules de su camisa que se pierden en la esquina de la siguiente calle.
Bueno no importa le irá a contar a papá que su imaginación se ocultó un rato pero ya apareció.
3 comentarios:
No sé si se le ha dicho al escritor que yo, soy una enamorada de sus palabras infantiles.
Todos somos niños grandes, aunque queramos ocultarlo...enhorabuena....azpeitia
Paola es alguien real en la vida del autor?
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