Todo comenzó con un ligero cosquilleo y terminó en una sarta de estornudos incontrolables. Y vinieron los problemas. Aparecieron llaves en la sopa y un par de monedas de veinticinco centavos decorando la ensalada de mariscos. El acabose.
Si no pasó nada fue porque el cocinero dueño del pantalón con el bolsillo estornudador era también propietario del restaurante, y aquel pantalón le gustaba mucho por lo cómodo.
El bolsillo no paraba de estornudar, y en cada ocasión que lo hacía lanzaba su contenido hacia todas direcciones. La situación se ponía incómoda, muchos clientes protestaban. No es nada agradable tomarse una crema de queso y pañuelo, un bistec adobado con la tarjeta de presentación de un quiropedista, o ¡peor aún! una paella con raya al medio hecha por un peine con dos dientes de menos.
Los clientes comenzaron a faltar, sin importarles el éxito que había tenido el restaurante durante toda la temporada, ni lo variado y sabroso de los platos. Entonces, el cocinero comenzó a desesperarse. Primero optó por dejar el bolsillo vacío, así no podría lanzar nada. Fue en vano. Al estar vacío, el bolsillo, con cada estornudo se viraba al revés mostrando, para su vergüenza, todo su interior fuera del pantalón. Y en alguna que otra ocasión se las ingenió para embarrarse de mayonesa al salir.
Por aquellos días un cliente, compadeciéndose del dueño del restaurante, le recomendó que fuera a un sastre para que le amputara el bolsillo. El cocinero se horrorizó ante la idea. ¿Acaso los sastres usaban anestesia para ese tipo de operaciones? ¿ Y si su bolsillito querido sufría mucho? Además aquello provocaría que no tuviera dónde guardar los pedidos de los comensales. Mas, pensándolo mejor, decidió ir a ver al sastre, no para que le cortara el bolsillo estornudaticio, sino para que lo aconsejara.
El sastre, que era nuevo en el negocio, se quedó boquiperplejo, que es algo así como con la boca perpleja y el rostro abierto. Los bolsillos que él cosía eran alargados, pequeños para guardar monedas, anchos, por fuera, y otros mil diseños diferentes, pero nunca le habían enseñado cómo librar de estornudos a uno. Preocupado tomó el teléfono y llamó a todos sus profesores y condiscípulos. Incluso se comunicó con el sastrecillo valiente, mas este le objetó que lo de él era matar a siete de un golpe, no enfrentarse a un bolsillo paranoico-agresivo y lanzador de cosas.
Después de varias consultas entre sí y revisar cientos de libros y documentos antiguos, hasta “Cómo confeccionar chalecos anti-mamut”, escrito por un hombre de las cavernas. La comisión de sastres y costureras determinó que se sentían desnudos ante el problema. Y eso es mucho decir de las afamadas y afamados hacedores de ropas. Por último uno de aquellos magos de la aguja de coser insinuó que podría ser catarro y que el cocinero debía llevar su bolsillo al médico.
Tras muchas horas de explicación a oficinistas de hospitales, enfermeras, camilleros, ancianos conserjes, y hasta un escalpelo preguntón y en desuso, el cocinero logró que una comisión de médicos lo atendiera.
Allí estaba el pobre hombre acostado sobre la mesa de operaciones de un quirófano, mientras unos cuarenta galenos lo observaban y movían meditabundos las cabezas. Una hora más tarde el médico más viejo auscultando el estómago del bolsillo, dictaminó que no era catarro. Hubo una gran ronda de ¡Uuumm!, y volvieron a revisarlo. Le tomaron la presión, introdujeron unas paleticas alargadas, bolsillo adentro, mientras lo iluminaban con minúsculas lamparitas. Tiempo después el catedrático en medicina, dirigiéndose a sus colegas comentó que quizás fuera un evidente caso de alergia. ¡Claro! eso podría ser.
Cuando ya el cocinero prácticamente no veía a su alrededor, las luces del quirófano le molestaban en la vista, llegaron los alergistas. Comenzaron preguntando qué había comido el bolsillo en las últimas horas. En seguida contestó el cocinero que lo normal, llaves, monedas y las notas de los pedidos del restaurante. Podría ser, podría ser, fue la frase que repitió uno de los alergistas. Quizá una de las notas de pedidos estaba en mal estado o no la habían conservado bien.
¡Eso! --gritó uno de los médicos--, debemos traer los productos con los que cocina el dueño del restaurante para probar si alguno le produce esa estornudadera al bolsillo.
Contentos ante la opción mandaron seis ambulancias a cargar con todas las comidas y especias del restaurante. Dos horas más tarde comenzaron las pruebas. No fue necesario esperar mucho. Apenas se destapó el pomo de pimienta un estruendoso ¡Aaatchííísss! se escuchó dentro del salón de operaciones acompañado de otros no tan fuertes, pero que le sirvieron de coro.
El bolsillo era alérgico a la pimienta. El cocinero quedó desconsolado. Las carnes se condimentan con pimienta, qué iba a hacer ahora. ¿Tendría que dejar su restaurante y abrir una dulcería? A él le gustaban los dulces, pero prefería cocinar comidas.
Cabizbajo llegó hasta su casa. En el patio jugaba su hijo con unos amigos. Al ver a su padre triste le preguntó por qué se hallaba en ese estado. El cocinero se sentó en los escalones que bajaban al patio y le contó el problema de la alergia del bolsillo.
–Bueno papá -–dijo el niño-- y si le pones un ziper al bolsillo. Así no aspira los polvos de pimienta, y bueno, si de todas formas le dan ganas de estornudar cerrado, no podrá lanzar las cosas hacia fuera.
El cocinero fue a ver al sastre nuevo en el negocio para que le pusiera un ziper al bolsillo estornudador, por aquello de que de bolsillo cerrado no salen moscas, y no tuvo que transformar su restaurante. Aunque de vez en cuando en la cocina, se escucha algún que otro estornudo contenido.
lunes, 18 de febrero de 2008
miércoles, 6 de febrero de 2008
El Edificio es un Castillo
La discusión era en la escalera. No sé si les dije que soy tío de Joan y pensaba salir a preguntarle por unas misteriosas huellas de crayolas sobre la sábana y en el reverso de unos textos que debía entregar. Cuando me asomé ya estaban bastante acalorados, y sus voces se escuchaban en todos los pisos. Así que decidí intervenir no fuera que algunos se llevaran un regaño de los padres.
- ¡Eh! ¿Qué pasa, chicos?
- Tío, él dice que no es eso, y yo le digo que sí, y ella que no es lo que digo yo, ni lo que dice él- responde Joan con una rapidez que dejaría pasmada a la liebre del cuento.
- Bueno, qué es lo que dice cada uno, para entender.
Claudia la niña del tercer piso se adelantó a los dos varones y poniendo sus manos sobre las caderas, con las piernas un poco separadas, y dándose manotazos en los mechones de pelo lacio que le caen sobre los ojos en actitud de “a estos adultos hay que explicárselo todo”, respondió.
- El problema es que hoy la maestra nos llevó a un castillo para explicarnos la clase de Historia y de tarea dejó hablar de la visita además de decir qué era para nosotros un castillo.
- ¿Y bien? ¿Qué es para ustedes un castillo?
- En eso es en lo que no nos ponemos de acuerdo -habló Carlos desde el escalón donde estaba con su nariz fruncida por la discusión.
- ¡Ajá! ¿Y tú qué opinas Carlitos?
- Bueno, siempre en los cuentos que me hace mi mamá antes de dormir el castillo es la casa de un príncipe. Están llenos de espejos y lámparas bonitas. También se hacen bailes, y van muchas princesas. Hay mucha comida y dulces. Afuera se encuentran muchos coches de caballos, las personas usan pelucas y unos vestidos que ya no se usan. ¡Ah! Los hombres tienen espadas y armaduras, y hay guerras con catapultas.
- ¡Qué vá! -interrumpe Joan- Los castillos, para mí, son hoteles. En los cuentos los reyes reciben a los condes, a los príncipes, o a otros reyes y les dicen que se queden a dormir en su castillo. Hay muchas personas que sirven. Arreglan los cuartos, limpian los pasillos, traen la comida, y se visten de uniforme igual que en los hoteles. Además no hace falta guerra para que existan castillos.
Claudia mira desdeñosa a sus dos amigos y virándose hacia mí concluye.
- No señor, los castillos no son hoteles, porque los que trabajan en los hoteles no viven en ellos, y los criados si viven en el castillo. Y si toda esa gente vive dentro del castillo, pues entonces no es la casa del rey. Es la casa de todos los que viven dentro. Por eso yo digo que el castillo es un edificio, pero con una sola cocina. ¿No es verdad tío de Joan?
- Bueno... este... yo creo que mejor van a sus casas a responder sus tareas, mientras tanto yo voy a hacer la mía.
Los niños me miran asombrados, como si tuviera cara de puente levadizo cerrado. Lo que no dije era que me iba a casa a revisar el diccionario. Busqué rápidamente el mataburros ilustrado (llamado así no porque tenga fines asesinos, sino por la mucha información que tiene).
Aquí está la página, Castilla, Castillejo, Castillete, Castillo, aquí está.
Castillo: Edificio fuerte con murallas, baluartes, fosos, etcétera.
Claro que tenían razón. El castillo es un edificio, y voy a proponer que se añada en el diccionario: que tiene una sola cocina.
- ¡Eh! ¿Qué pasa, chicos?
- Tío, él dice que no es eso, y yo le digo que sí, y ella que no es lo que digo yo, ni lo que dice él- responde Joan con una rapidez que dejaría pasmada a la liebre del cuento.
- Bueno, qué es lo que dice cada uno, para entender.
Claudia la niña del tercer piso se adelantó a los dos varones y poniendo sus manos sobre las caderas, con las piernas un poco separadas, y dándose manotazos en los mechones de pelo lacio que le caen sobre los ojos en actitud de “a estos adultos hay que explicárselo todo”, respondió.
- El problema es que hoy la maestra nos llevó a un castillo para explicarnos la clase de Historia y de tarea dejó hablar de la visita además de decir qué era para nosotros un castillo.
- ¿Y bien? ¿Qué es para ustedes un castillo?
- En eso es en lo que no nos ponemos de acuerdo -habló Carlos desde el escalón donde estaba con su nariz fruncida por la discusión.
- ¡Ajá! ¿Y tú qué opinas Carlitos?
- Bueno, siempre en los cuentos que me hace mi mamá antes de dormir el castillo es la casa de un príncipe. Están llenos de espejos y lámparas bonitas. También se hacen bailes, y van muchas princesas. Hay mucha comida y dulces. Afuera se encuentran muchos coches de caballos, las personas usan pelucas y unos vestidos que ya no se usan. ¡Ah! Los hombres tienen espadas y armaduras, y hay guerras con catapultas.
- ¡Qué vá! -interrumpe Joan- Los castillos, para mí, son hoteles. En los cuentos los reyes reciben a los condes, a los príncipes, o a otros reyes y les dicen que se queden a dormir en su castillo. Hay muchas personas que sirven. Arreglan los cuartos, limpian los pasillos, traen la comida, y se visten de uniforme igual que en los hoteles. Además no hace falta guerra para que existan castillos.
Claudia mira desdeñosa a sus dos amigos y virándose hacia mí concluye.
- No señor, los castillos no son hoteles, porque los que trabajan en los hoteles no viven en ellos, y los criados si viven en el castillo. Y si toda esa gente vive dentro del castillo, pues entonces no es la casa del rey. Es la casa de todos los que viven dentro. Por eso yo digo que el castillo es un edificio, pero con una sola cocina. ¿No es verdad tío de Joan?
- Bueno... este... yo creo que mejor van a sus casas a responder sus tareas, mientras tanto yo voy a hacer la mía.
Los niños me miran asombrados, como si tuviera cara de puente levadizo cerrado. Lo que no dije era que me iba a casa a revisar el diccionario. Busqué rápidamente el mataburros ilustrado (llamado así no porque tenga fines asesinos, sino por la mucha información que tiene).
Aquí está la página, Castilla, Castillejo, Castillete, Castillo, aquí está.
Castillo: Edificio fuerte con murallas, baluartes, fosos, etcétera.
Claro que tenían razón. El castillo es un edificio, y voy a proponer que se añada en el diccionario: que tiene una sola cocina.
viernes, 1 de febrero de 2008
CABEZABAJO
Papá se puso bravo y viró la casa al revés, ahora todos tenemos que andar con la cabeza para abajo. Hasta hace una semana mi apartamento era uno más en el edificio. Un apartamento corriente y moliente. Bueno, lo de corriente pasa, pero lo de moliente. En mi casa no se muele ni el maíz, todo se compra ya listo para cocinar. No es que seamos vagos, el asunto es que papá y mamá trabajan fuera, el abuelo tiene su taller de mecánica al doblar la esquina, Adrián va al jardín de la infancia, y yo voy a tercer grado. Por eso casi nunca estamos en casa, sólo en las noches y los fines de semana.
Hace una semana papá se enojó mucho y dijo algo como: ¡En esta casa vivimos, pero se perdió la convivencia! Acto seguido viró la casa al revés, y empezaron los problemas. En un inicio pensé que aquello había sido para buscar la convivencia. Cuando algo no aparece y papá le pregunta si lo buscó, mamá le contesta que ha vuelto la casa al revés y no lo ha encontrado. Pues no, me había equivocado, papá no buscaba la convivencia esa porque, si así hubiera sido, se hubiese quedado registrando la casa, pero lo que hizo fue bajar y sentarse en el banquito del parque a mirar el mar, como cuando las cosas no le salen bien.
Los primeros días no me preocupé mucho por la dichosa cosa que se había perdido. Era muy divertido andar cabeza abajo. Mamá ya no nos mandaba para el parquecito cuando iba a limpiar, ni decía que subiéramos los pies, ahora no limpiaba el piso, sino el techo, que era lo primero que veían las visitas antes de entrar al apartamento. Lo que más tenía que limpiar era la sala porque la alfombra, que papi trajo en uno de sus viajes, con esto de vivir en las alturas del piso (que ahora estaba en el lugar del techo) se las pasaba mareada, pues nadie supo hasta ese momento que padecía de vértigo. Cada vez que tragaba un poco de polvo lo expulsaba entre contorsiones, provocándole coriza a la lámpara que ahora se encontraba debajo de ella, por eso se formaba el caos en el techo entre la agüita de la lámpara y el polvo de la alfombra para disgusto de mami que es quien limpia.
Otra de las diversiones era mirar por la ventana. Eso de tener el cielo bajo tus pies te da una sensación de permanecer flotando, bueno, si no se levanta la cabeza. Si mirabas hacia arriba parece que la tierra completa se te viniera encima.
Como les decía, los primeros días fueron divertidos, pero con el paso del tiempo se fue volviendo fastidioso. Los vecinos no venían, tal vez les era incómodo vernos comer tratando de que los frijoles no se nos escaparan del plato, o temían tropezar con el ventilador de techo. Si por cualquier razón alguno tenía que visitarnos, se quedaba parado en la puerta sin atreverse a cruzarla. Lo extraño era que apenas traspasabas el umbral te ponías cabezabajo casi sin notarlo. El problema era que ya la gente del edificio nos miraba raro y cuando pasábamos decían entre sí cosas como: excéntricos, o snobs. Realmente no sé que quieren decir ninguna de las dos, más no me agradaba nada tener que oír los cuchicheos.
A papá casi no podía dirigírsele la palabra en esos días, cuando uno intentaba hablar te preguntaba si habías hecho algo en la casa. Mamá se la pasaba limpiando el techo del agüita sucia que soltaba la alérgica alfombra, Adrián se la pasaba saltando para tratar de tocar el techo porque decía que como ahora estaba debajo de él sería más fácil llegar. El abuelo, en cambio, se llevó un catre para el taller explicando que andar en esa posición haría que la sangre se le fuera para la cabeza. No podía contar con nadie, y la dichosa convivencia sin aparecer. Entonces me alumbró el bombillo, claro ahora la claridad más grande para la cama era la del bombillo porque el sol sólo daba en la cama al amanecer y al atardecer ya que la ventana estaba por debajo. Lo que tenía que hacer era buscar un detective.
La búsqueda de un detective es una tarea muy detectivesca, fue lo primero que pensé tras un día de recorrer la ciudad tratando de hallar uno. El teniente Pérez se encontraba del otro lado de un oscuro túnel tras la pista de unos desaparecidos libros de escritores noveles. Florecita Chang se había tomado unas merecidas vacaciones y su pareja de caso, la oficial Olga, estaba en el peliagudo caso conocido como "Operación anti–buró", y la archiconocida Coti no pudo atenderme, quizás creyó que le iba a pedir un autógrafo. Gracias a ciertas recomendaciones, me dirigí al barrio chino, tras las huellas del conocido Chan Li Po. Después de pasar cuatro puestos de maripositas chinas, dos tiendas de pececitos, más de quince restaurantes en sólo una cuadra, y atravesar un mercado agropecuario arribé a lo que fuera la oficina del detective. Se encontraba en un desvencijado edificio, al que se llegaba pasando el parqueo de un antiguo restaurante. La decepción me atrapó: el ! edificio estaba en ruinas y en medio de ellas sólo había un quiosco de refrescos. Un anciano chino de obvia descendencia asiática, creo que era el tercero que veía en todo el barrio chino, me comentó el fallecimiento del famoso investigador. ¿Qué hacer sin detective? Tenía que hallar la convivencia para poner normal otra vez la casa.
Al ver mi desesperación, el anciano me recomendó que fuera dos calles más allá, y que preguntara por Pancho. ¿Pancho? Bueno, le dicen así, pero su nombre es Pan Cho Li, y es nieto del detective Li Po –fue su comentario. Con un poco más de esperanza seguí caminando.
–Por favor, dónde vive Pancho –pregunté a unos niños de mi edad que bailaban trompo en una calle por la que parecía que no pasaba un carro hacía siglos.
–El chino vive en la esquina, ¿qué pasó, perdiste algo?
–Algo así –respondí un poco cortado para no explicar que mi casa estaba cabeza abajo.
La casa de Li estaba abierta. Toqué suavemente la puerta. La voz no cambiaba la R por la L.
–Pasa que está abierto.
El señor Li estaba sentado en un sillón junto a la ventana, sus rasgos eran de chino, pero su piel tenía el tinte del mulato como mis primos.
–¿En que puedo ayudarte? –me preguntó con delicadeza, pero con un tono que me quitó las ganas que tenía de decir: Me equivoqué de puerta.
–Buenoenmicasaseperdiólaconvivenciaymipapálavirócabezabajo –dije de carretilla para no tartamudear.
–Así que tu casa está cabeza abajo porque se perdió la convivencia.
–Sí, y quisiera que usted viniera para que me ayude a encontrarla –le expliqué un poco más calmado ante su paciencia.
–Para eso no tengo que ir hasta tu casa.
Mi asombro llegó al límite en ese instante, no sé por qué, pero recordé que un día papi me habló de un detective con un nombre raro, extranjero. Algo así como Cherlojolmes que descubría las cosas haciendo preguntas, sin ir a los lugares donde sucedían. Lo que no sabía era que ese tipo de investigadores abundara.
Pancho me invitó a sentarme y gritó para dentro: –Vieja, trae refresco para el niño. Después dirigiéndose hacia mí preguntó:
–¿Dónde vives?
–En un apartamento cercano al mar.
–A mí me encanta el mar, por allá atrás tengo un par de abanicos de mar y dos o tres piedras que he recogido en playas donde hemos estado mi esposa y yo.
–A mí también me gusta, pero donde vivo está muy contaminado, y casi no vamos porque los fines de semana mi mamá los dedica a lavar, limpiar y hacer cosas de la casa, y mi papá busca los mandados que antes no pudo recoger y a preparar las clases para sus alumnos.
–¿Y tienes hermanitos?
La conversación comenzaba a preocuparme porque preguntando cosas de mi familia no veía por dónde iba a aparecer la convivencia, y no me gustaba que sospechara de mi familia, por lo que respondí:
–Sí, pero es pequeñito y no pudo esconder la convivencia, pues ni el mismo sabe dónde deja sus juguetes.
–Yo no sospecho de tu hermanito –me dijo sonriendo–. Solo te preguntaba para conocer quienes viven en tu casa.
–En mi casa somos mami, papi, el abuelo, Adrián, y yo.
–¿A qué hora sales de la escuela? Y cuéntame bien detallado lo que haces hasta que duermes. Es muy importante para la investigación.
–Salgo de la escuela a las cinco, que es la hora en que el abuelo va a recogerme. Caminamos por la orilla del mar hasta llegar a nuestra cuadra. Abuelo me deja en la puerta del edificio y se va al taller, yo subo, dejo mis libros de la escuela y bajo a jugar en el solar de la esquina. ¿Todo esto usted lo va a poner en la investigación?
–Quizás no todo ¿por qué?
–Es que a veces Rafael y yo nos entretenemos en tocar algunos timbres de puertas y salimos corriendo y nos escondemos en el vestíbulo del edificio.
–No te preocupes, eso no es correcto, pero muchos niños, incluido yo, lo hicimos. Trata de no molestar mucho.
–Mami llega a las 5 y media con Adrián y me llama a las 6 para que me bañe. Me pongo un short cuando salgo del baño, como a las siete, papi me ayuda a hacer las tareas, veo la televisión, y me acuesto a las 9 y media.
–¿Y Adrián?
–Adrián está en el círculo, lo único que hace es pedir a papi que juegue con él, que le dé caramelos, y llorar si no le gusta la comida.
–¿Dónde dejaste la ropa cuando te bañaste ayer y los libros de la escuela?
Lo miré sorprendido, ¿se me habría perdido la ropa y los libros junto con la convivencia? Lo único que faltaba era que me dijera que había perdido mi camión de pilas nuevo.
–La ropa en el piso del baño, y la mochila en la sala –dije casi susurrando.
–Al terminar la comida, ¿llevaste los platos para la cocina, y estiraste la cama al levantarte? ¿Tal vez jugaste con Adrián?
–Con Adrián es muy difícil jugar porque casi no entiende los juegos. ¡Ah! Dejé los platos en la mesa, y la cama la estira mi mamá, no me diga que todo eso se perdió.
–No, no se ha perdido –la respuesta de Li hizo soltar el aire que estaba aguantando– creo que tengo la solución del caso.
–¿Y se enderezará la casa? Dije casi con alivio.
–Eso espero. La solución es fácil, juega con Adrián, si él no entiende tus juegos, trata de tú comprender los suyos, y así ayudas a papá con sus tareas –al decirme esto me quedé pensando, yo suponía que como él es profesor es el que pone tareas, pero Li siguió–. Tu plato no pesa mucho, puedes llevarlo al fregadero, y estirar la cama por la mañana. También, dejar la ropa sucia donde suele ponerla tu mamá.
–¿Y con eso aparecerá la convivencia?
–Tal vez haga falta un poquito más, pero es un comienzo.
Salí no muy seguro y caminé hasta mi casa. Fui directo al baño, y al terminar recordé el consejo de Pan Cho Li, a pesar de que casi lo olvido jugando a que el barquito flotara con la bandera bajo el agua, como si navegara con la tripulación sumergida. Lancé con un movimiento de muñeca, como me enseñó el profesor de baloncesto, el short dentro de la ropa sucia, y después de comer hice equilibrios por una línea de losas del piso con mi plato en la mano cual si caminara por la cuerda floja.
A la hora de dormir mami vino con papi y me preguntaron cómo me sentía. Les dije que bien, sólo un poco cansado. Se miraron y fueron a dormir. Yo me quedé observando las estrellas debajo de mí, imaginaba estar en una nave espacial.
El resto de la semana seguí practicando tiros al aro con mi ropa y el cesto, y equilibrio con los platos, la cama no me salía también. El abuelo, hasta me pidió que le alcanzara sus herramientas cuando arregló la cocina de la casa. Hace quince días de eso, papá ya no anda molesto y no habla de la perdida convivencia, por cierto dentro de un rato nos vamos a la playa, lo único que siento es que ya no veo el cielo bajo mis pies cuando miro por la ventana.
Hace una semana papá se enojó mucho y dijo algo como: ¡En esta casa vivimos, pero se perdió la convivencia! Acto seguido viró la casa al revés, y empezaron los problemas. En un inicio pensé que aquello había sido para buscar la convivencia. Cuando algo no aparece y papá le pregunta si lo buscó, mamá le contesta que ha vuelto la casa al revés y no lo ha encontrado. Pues no, me había equivocado, papá no buscaba la convivencia esa porque, si así hubiera sido, se hubiese quedado registrando la casa, pero lo que hizo fue bajar y sentarse en el banquito del parque a mirar el mar, como cuando las cosas no le salen bien.
Los primeros días no me preocupé mucho por la dichosa cosa que se había perdido. Era muy divertido andar cabeza abajo. Mamá ya no nos mandaba para el parquecito cuando iba a limpiar, ni decía que subiéramos los pies, ahora no limpiaba el piso, sino el techo, que era lo primero que veían las visitas antes de entrar al apartamento. Lo que más tenía que limpiar era la sala porque la alfombra, que papi trajo en uno de sus viajes, con esto de vivir en las alturas del piso (que ahora estaba en el lugar del techo) se las pasaba mareada, pues nadie supo hasta ese momento que padecía de vértigo. Cada vez que tragaba un poco de polvo lo expulsaba entre contorsiones, provocándole coriza a la lámpara que ahora se encontraba debajo de ella, por eso se formaba el caos en el techo entre la agüita de la lámpara y el polvo de la alfombra para disgusto de mami que es quien limpia.
Otra de las diversiones era mirar por la ventana. Eso de tener el cielo bajo tus pies te da una sensación de permanecer flotando, bueno, si no se levanta la cabeza. Si mirabas hacia arriba parece que la tierra completa se te viniera encima.
Como les decía, los primeros días fueron divertidos, pero con el paso del tiempo se fue volviendo fastidioso. Los vecinos no venían, tal vez les era incómodo vernos comer tratando de que los frijoles no se nos escaparan del plato, o temían tropezar con el ventilador de techo. Si por cualquier razón alguno tenía que visitarnos, se quedaba parado en la puerta sin atreverse a cruzarla. Lo extraño era que apenas traspasabas el umbral te ponías cabezabajo casi sin notarlo. El problema era que ya la gente del edificio nos miraba raro y cuando pasábamos decían entre sí cosas como: excéntricos, o snobs. Realmente no sé que quieren decir ninguna de las dos, más no me agradaba nada tener que oír los cuchicheos.
A papá casi no podía dirigírsele la palabra en esos días, cuando uno intentaba hablar te preguntaba si habías hecho algo en la casa. Mamá se la pasaba limpiando el techo del agüita sucia que soltaba la alérgica alfombra, Adrián se la pasaba saltando para tratar de tocar el techo porque decía que como ahora estaba debajo de él sería más fácil llegar. El abuelo, en cambio, se llevó un catre para el taller explicando que andar en esa posición haría que la sangre se le fuera para la cabeza. No podía contar con nadie, y la dichosa convivencia sin aparecer. Entonces me alumbró el bombillo, claro ahora la claridad más grande para la cama era la del bombillo porque el sol sólo daba en la cama al amanecer y al atardecer ya que la ventana estaba por debajo. Lo que tenía que hacer era buscar un detective.
La búsqueda de un detective es una tarea muy detectivesca, fue lo primero que pensé tras un día de recorrer la ciudad tratando de hallar uno. El teniente Pérez se encontraba del otro lado de un oscuro túnel tras la pista de unos desaparecidos libros de escritores noveles. Florecita Chang se había tomado unas merecidas vacaciones y su pareja de caso, la oficial Olga, estaba en el peliagudo caso conocido como "Operación anti–buró", y la archiconocida Coti no pudo atenderme, quizás creyó que le iba a pedir un autógrafo. Gracias a ciertas recomendaciones, me dirigí al barrio chino, tras las huellas del conocido Chan Li Po. Después de pasar cuatro puestos de maripositas chinas, dos tiendas de pececitos, más de quince restaurantes en sólo una cuadra, y atravesar un mercado agropecuario arribé a lo que fuera la oficina del detective. Se encontraba en un desvencijado edificio, al que se llegaba pasando el parqueo de un antiguo restaurante. La decepción me atrapó: el ! edificio estaba en ruinas y en medio de ellas sólo había un quiosco de refrescos. Un anciano chino de obvia descendencia asiática, creo que era el tercero que veía en todo el barrio chino, me comentó el fallecimiento del famoso investigador. ¿Qué hacer sin detective? Tenía que hallar la convivencia para poner normal otra vez la casa.
Al ver mi desesperación, el anciano me recomendó que fuera dos calles más allá, y que preguntara por Pancho. ¿Pancho? Bueno, le dicen así, pero su nombre es Pan Cho Li, y es nieto del detective Li Po –fue su comentario. Con un poco más de esperanza seguí caminando.
–Por favor, dónde vive Pancho –pregunté a unos niños de mi edad que bailaban trompo en una calle por la que parecía que no pasaba un carro hacía siglos.
–El chino vive en la esquina, ¿qué pasó, perdiste algo?
–Algo así –respondí un poco cortado para no explicar que mi casa estaba cabeza abajo.
La casa de Li estaba abierta. Toqué suavemente la puerta. La voz no cambiaba la R por la L.
–Pasa que está abierto.
El señor Li estaba sentado en un sillón junto a la ventana, sus rasgos eran de chino, pero su piel tenía el tinte del mulato como mis primos.
–¿En que puedo ayudarte? –me preguntó con delicadeza, pero con un tono que me quitó las ganas que tenía de decir: Me equivoqué de puerta.
–Buenoenmicasaseperdiólaconvivenciaymipapálavirócabezabajo –dije de carretilla para no tartamudear.
–Así que tu casa está cabeza abajo porque se perdió la convivencia.
–Sí, y quisiera que usted viniera para que me ayude a encontrarla –le expliqué un poco más calmado ante su paciencia.
–Para eso no tengo que ir hasta tu casa.
Mi asombro llegó al límite en ese instante, no sé por qué, pero recordé que un día papi me habló de un detective con un nombre raro, extranjero. Algo así como Cherlojolmes que descubría las cosas haciendo preguntas, sin ir a los lugares donde sucedían. Lo que no sabía era que ese tipo de investigadores abundara.
Pancho me invitó a sentarme y gritó para dentro: –Vieja, trae refresco para el niño. Después dirigiéndose hacia mí preguntó:
–¿Dónde vives?
–En un apartamento cercano al mar.
–A mí me encanta el mar, por allá atrás tengo un par de abanicos de mar y dos o tres piedras que he recogido en playas donde hemos estado mi esposa y yo.
–A mí también me gusta, pero donde vivo está muy contaminado, y casi no vamos porque los fines de semana mi mamá los dedica a lavar, limpiar y hacer cosas de la casa, y mi papá busca los mandados que antes no pudo recoger y a preparar las clases para sus alumnos.
–¿Y tienes hermanitos?
La conversación comenzaba a preocuparme porque preguntando cosas de mi familia no veía por dónde iba a aparecer la convivencia, y no me gustaba que sospechara de mi familia, por lo que respondí:
–Sí, pero es pequeñito y no pudo esconder la convivencia, pues ni el mismo sabe dónde deja sus juguetes.
–Yo no sospecho de tu hermanito –me dijo sonriendo–. Solo te preguntaba para conocer quienes viven en tu casa.
–En mi casa somos mami, papi, el abuelo, Adrián, y yo.
–¿A qué hora sales de la escuela? Y cuéntame bien detallado lo que haces hasta que duermes. Es muy importante para la investigación.
–Salgo de la escuela a las cinco, que es la hora en que el abuelo va a recogerme. Caminamos por la orilla del mar hasta llegar a nuestra cuadra. Abuelo me deja en la puerta del edificio y se va al taller, yo subo, dejo mis libros de la escuela y bajo a jugar en el solar de la esquina. ¿Todo esto usted lo va a poner en la investigación?
–Quizás no todo ¿por qué?
–Es que a veces Rafael y yo nos entretenemos en tocar algunos timbres de puertas y salimos corriendo y nos escondemos en el vestíbulo del edificio.
–No te preocupes, eso no es correcto, pero muchos niños, incluido yo, lo hicimos. Trata de no molestar mucho.
–Mami llega a las 5 y media con Adrián y me llama a las 6 para que me bañe. Me pongo un short cuando salgo del baño, como a las siete, papi me ayuda a hacer las tareas, veo la televisión, y me acuesto a las 9 y media.
–¿Y Adrián?
–Adrián está en el círculo, lo único que hace es pedir a papi que juegue con él, que le dé caramelos, y llorar si no le gusta la comida.
–¿Dónde dejaste la ropa cuando te bañaste ayer y los libros de la escuela?
Lo miré sorprendido, ¿se me habría perdido la ropa y los libros junto con la convivencia? Lo único que faltaba era que me dijera que había perdido mi camión de pilas nuevo.
–La ropa en el piso del baño, y la mochila en la sala –dije casi susurrando.
–Al terminar la comida, ¿llevaste los platos para la cocina, y estiraste la cama al levantarte? ¿Tal vez jugaste con Adrián?
–Con Adrián es muy difícil jugar porque casi no entiende los juegos. ¡Ah! Dejé los platos en la mesa, y la cama la estira mi mamá, no me diga que todo eso se perdió.
–No, no se ha perdido –la respuesta de Li hizo soltar el aire que estaba aguantando– creo que tengo la solución del caso.
–¿Y se enderezará la casa? Dije casi con alivio.
–Eso espero. La solución es fácil, juega con Adrián, si él no entiende tus juegos, trata de tú comprender los suyos, y así ayudas a papá con sus tareas –al decirme esto me quedé pensando, yo suponía que como él es profesor es el que pone tareas, pero Li siguió–. Tu plato no pesa mucho, puedes llevarlo al fregadero, y estirar la cama por la mañana. También, dejar la ropa sucia donde suele ponerla tu mamá.
–¿Y con eso aparecerá la convivencia?
–Tal vez haga falta un poquito más, pero es un comienzo.
Salí no muy seguro y caminé hasta mi casa. Fui directo al baño, y al terminar recordé el consejo de Pan Cho Li, a pesar de que casi lo olvido jugando a que el barquito flotara con la bandera bajo el agua, como si navegara con la tripulación sumergida. Lancé con un movimiento de muñeca, como me enseñó el profesor de baloncesto, el short dentro de la ropa sucia, y después de comer hice equilibrios por una línea de losas del piso con mi plato en la mano cual si caminara por la cuerda floja.
A la hora de dormir mami vino con papi y me preguntaron cómo me sentía. Les dije que bien, sólo un poco cansado. Se miraron y fueron a dormir. Yo me quedé observando las estrellas debajo de mí, imaginaba estar en una nave espacial.
El resto de la semana seguí practicando tiros al aro con mi ropa y el cesto, y equilibrio con los platos, la cama no me salía también. El abuelo, hasta me pidió que le alcanzara sus herramientas cuando arregló la cocina de la casa. Hace quince días de eso, papá ya no anda molesto y no habla de la perdida convivencia, por cierto dentro de un rato nos vamos a la playa, lo único que siento es que ya no veo el cielo bajo mis pies cuando miro por la ventana.
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